Las paradojas de la historia de México nos dicen que la estructura que hoy conocemos como el Monumento a la Revolución nació de la “desorbitada y estrambótica megalomanía positivista” de Porfirio Díaz, es decir, del hombre que fue derrocado precisamente por ese movimiento político y social que, según algunos expertos, representó la primera rebelión popular del siglo XX, es decir, la Revolución Mexicana.
Cuatro años antes del inicio de dicho movimiento, el presidente Díaz había decidido que México requería de un palacio legislativo inmenso, eso significaba 14 mil metros cuadrados donde se unirían en línea recta el Palacio Nacional y la Plaza de la República. El proyecto se sometió a concurso internacional, el cual fue comisionado finalmente al arquitecto francés Émile Bénard para levantar la flamante construcción al puro estilo neoclásico de la estética europea... ese fue el inicio de lo que hoy conocemos como el Monumento a la Revolución.
El levantamiento revolucionario sólo le permitió al eminente arquitecto colocar la estructura de acero de la bóveda central que descansaba sobre 17 pilotes de cimientos, por lo que la obra queda suspendida y la estructura abandonada durante dos décadas. Al iniciar los años 20 del siglo pasado la palabra “Revolución” adquirió un sentido profético; el movimiento había traído claridad constitucional a ciertos problemas del pasado: la relación obrero-patronal, la propiedad de la tierra y la educación gratuita, entre otras cosas.
Por esas mismas fechas se consolida, a través de una coalición encabezada por Plutarco Elías Calles, el Partido Nacional Revolucionario (PNR), el cual se posicionaría como el partido oficial. Este contexto de valoración revolucionaria es aprovechado por el arquitecto mexicano Carlos Obregón Santacilia, quien en 1933 propuso construir un monumento que reflejara la grandeza y fortaleza del movimiento libertario de 1910. La sólida construcción tardó cinco años en concluirse, pero finalmente el 20 de noviembre de 1938 el espacio que concibió el General Porfirio Díaz como palacio legislativo se cristalizaba en el escenario que celebraba precisamente la caída del dictador y el vigésimo octavo aniversario de la “heroica gesta” de 1910.
Cabe destacar que el proyecto de Carlos Obregón Santacilia fue coronado por cuatro grupos escultóricos, obra de Oliverio Martínez, que representan la Independencia, las Leyes de Reforma, las Leyes Agrarias y las Leyes Obreras.
Ya un par de años antes de ser concluida la estructura, es decir, en 1936 se había habilitado como mausoleo donde empezaron a descansar figuras emblemáticas de la Revolución como Venustiano Carranza, Francisco I. Madero, Plutarco Elías Calles y Pancho Villa. El general y estadista mexicano y quien además fuera presidente de México entre 1934 y 1940, Lázaro Cárdenas, yace en ese espacio desde su muerte en 1970. En este sentido vale la pena rescatar el comentario del historiador Alejandro Rosas quien asegura que “Lo que no pudo lograr el “interés nacional” o el amor a la patria durante la etapa armada de la revolución, lo consiguió el sistema político mexicano con buena dosis de historia oficial: reunir a los principales jefes –Madero, Carranza, Obregón, Calles y Cárdenas- en un mismo espacio, sin posibilidad alguna de nuevas confrontaciones. Y como los muertos no tienen derecho de réplica, los caudillos debieron conformarse con su triste destino: dormir el sueño eterno junto a sus viejos enemigos.”
Desde su consolidación como Monumento a la Revolución se consideró también que fuera un mirador público, el cual permaneció abierto tres décadas. El poeta y editor Juan Manuel Gómez refiere que “Había un elevador vertical... y uno extrañísimo técnicamente, que recorría el interior, de manera curva, de la bóveda principal de cobre, para llegar al mirador superior conocido como la Linternilla. A este último se accedía mediante unas escaleras “presidenciales” y era utilizado exclusivamente para personalidades distinguidas.”
A partir de 1970, el acceso al elevador quedó obstaculizado definitivamente, y por lo tanto el mirador desierto. Para 1986, se inaugura el Museo Nacional de la Revolución, el cual se encuentra en el sótano del monumento. Este espacio muestra la historia de México, y además tiene como exposición Permanente "Sesenta y tres años en la historia de México 1857-1920"; que abarca desde la promulgación de la Constitución de 1857 hasta la Presidencia de Venustiano Carranza, enfocándose en el periodo revolucionario. Para la conmemoración del bicentenario de la Independencia de México, en 2010, se integró un nuevo acceso que permite visitar los cimientos originales de 1906.
Así que si quieres conocer no sólo la historia de este monumento, sino parte de la historia de México post Independiente y pre revolucionaria, no dejes de visitar e indagar más alrededor de este mágico lugar.
Morisco se define como aquella persona u objeto que es descendientes de los musulmanes, y que tras la Reconquista continuaron con su presencia en la península ibérica. En este orden de ideas podemos encontrar la arquitectura mora o arquitectura musulmana que se desarrolló en el norte de África y en las regiones españolas, la cual se caracteriza por sus arcos, columnas, vistosas cúpulas, así como una decoración detallada que daban sentido a sus mezquitas y palacios.
En la emblemática colonia de Santa María la Ribera se aprecia una estructura de 44 columnas metálicas exteriores y ocho interiores con una herrería que encuentra su clímax en una cúpula de cristal con una majestuosa águila. Todo ello de forma a una plataforma octagonal a la cual se puede ingresar por una escalinata que vigila a tres arcos frontales. Su nombre Kiosco Morisco.
La historia de esta estructura se remonta al siglo XIX; durante esa época las ferias universales eran eventos muy importantes para todas las naciones, ya que cada país exponía tanto sus adelantos tecnológicos como sus riquezas. Para la Feria de Nueva Orleans en 1884 el gobierno mexicano decide participar por primera vez en esta clase de eventos con un monumento que permitiera llevar más allá de nuestras fronteras el lema que Porfirio Díaz había adoptado durante su largo mandato: “Orden y Progreso”.
Es el propio presidente Díaz quien le encarga a uno de los ingenieros más destacados de la época, José Ramón Ibarrola, la construcción del Kiosco Moricos, el cual, en un principio estuvo concebido como un pabellón. Se dice que las buenas relaciones de Ibarrola con Andrew Carnegie, dueño de la primera acerera en Pittsburgh, fue la punta de lanza para que esta estructura se fabricara precisamente en acero; de hecho fue en esta ciudad estadounidense donde cobró vida lo que hoy conocemos como Kiosco Morisco.
Fue tal el éxito de la participación mexicana que la estructura fue llevado a Chicago para seguir participando en esta clase de eventos, pero fue hasta 1904 cuando se presenta a la feria de San Luis Missouri. Al concluir esta participación, el pabellón regresó a México para ser instalado en el costado sur de la Alameda Central, en donde sirvió como sede la los sorteos de la Lotería Nacional.
Durante las fiestas del centenario de la lucha de Independencia, el presidente Porfirio Díaz mandó a erigir en ese mismo lugar el Hemiciclo a Juárez. Para ese momento el barrio de Santa María la Ribera se había consolidado como un espacio elegante y fino, es por ello que sus colonos solicitaron que el kiosco fuera llevado a su colonia. El 26 de septiembre de 1910 es reinaugurado ahí con una ceremonia oficial que contempló un baile público.
Así que si no conoces esta emblemática estructura que adorna la Ciudad de México, ya tienes un buen pretexto para este fin de semana.
"El culto al la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte acaba por negar a la vida.” Octavio Paz en Todos Santos Día de Muertos (El laberinto de la soledad).
El tema de la muerte en México es un asunto muy explorado, y, a pesar de ello, aún representa un universo vasto por descubrir y sobre todo cautivador.
El fenómeno del Día de Muertos es tan variado que puede tener una forma particular dependiendo de la comunidad rural que se aborde en el país. Lo que sí comparten son las creencias de dos vertientes culturales que coincidieron en la Conquista: por un lado, la celebración mexica de la muerte y el Día de Todos los Santos europeo. Estas fiestas colisionaron y posteriormente se fundieron para dar origen a la grandilocuencia y al fervor que genera el Día de Muertos.
Otra generalidad, sin importar la región del país, es el hecho de que en el lapso de esta celebración se suspenden casi todas las actividades cotidianas. Los hogares y los cementerios se llenan de olores, colores y representaciones muy significativas donde los muertos cobran vida en las tradiciones y añoranzas de los vivos.
Para las comunidades indígenas, a diferencia de las tradiciones europeas argumentan algunos conocedores del tema, el Día de Muertos representa la unión de dos culturas que se entrelazaron hasta confundirse y producir esa exquisita diversidad cultural que hoy en día forma parte del patrimonio intangible de México.
De esta manera la tradición católica y la tradición precolombina se tejen con otros hilos que pertenecen a la pluralidad étnica y cultural de cada una de las regiones de México, es decir, como lo dijera José Vasconcelos “con el crisol de todas las razas tanto cultural como étnicamente”.
Amuzgos, atzincas, coras, cuicatecos, chatinos, choles, huicholes, jacaltecos, mixes, pames, purépechas, tlapanecos y tzotziles son sólo algunos ejemplos que podríamos tomar a la hora de intentar ilustrar las festividades indígenas alrededor del Día de Muertos.
Es imposible dar cuenta de los cientos… quizá miles de rituales de Día de Muertos que se llevan a cabo en México. Pudimos abordar, en esta pieza, quizá un par de celebraciones. Por ejemplo la que se realiza en Michoacán donde los pueblos purépechas que rodean el lago de Pátzcuaro y la isla de Janitzio realizan el ritual de velación, o la realizada por las comunidades tarahumaras donde la resurrección de sus muertos es a través de danzas. Pero en lugar de ello, decidimos abordar lo que algunos arqueólogos llaman “el gran mito sobre el Día de Muertos en México”: ¿las celebraciones indígenas alrededor del día de muertos son precisamente tradiciones de nuestros pueblos antiguos? ¿Es verdad eso de que los mexicanos nos burlamos de la muerte, que jugamos con ella y que hasta nos la comemos en dulces de azúcar… en México hasta la muerte es dulce? ¿Cuál es el origen “verdadero” del Día de Muertos en el México moderno?
Las versiones de los del más acá sobre los del más allá
Elsa Malvido, profesora e investigadora adscrita a la Dirección de Estudios Históricos de la Coordinación Nacional de Antropología del INAH, afirma que los intelectuales de mediados del siglo XX rescataron y recrearon algunas costumbres populares coloniales, católicas y/o romanas paganas, y les asignaron un nuevo sentido, entre ellas a las fiestas de Todos los Santos y Fieles Difuntos, otorgándoles un sentido prehispánico y nacional, difícil de probar pero fácil de creer.
Sin lugar a dudas, uno de esos intelectuales fue Octavio Paz quien afirmó que “También para el mexicano moderno la muerte carece de significación”. Ciertos arqueólogos consideran que la idea de que los mexicanos nos reímos de la muerte tuvo su origen con el gobierno de Lázaro Cárdenas, y no porque él promoviera de manera específica esa característica, sino porque a finales de la década de los treinta del siglo pasado, tras un fuerte repunte económico con la nacionalización de nuestros yacimientos petrolíferos, la vida intelectual de México también logró un impacto internacional gracias a la promoción del gobierno cardenista de lo mexicano, al cual se le identificó con el grupo prehispánico más desarrollado a la llegada de los conquistadores, es decir, con los mexicas. A partir de ese momento, al pueblo mesoamericano se les atribuyeron ceremonias que fueron ignoradas durante los 300 años de colonización, un siglo de independencia y diez años más de revolución.
El contexto: desde los antecedentes católicos e indígenas La cultura occidental y su concepto de muerte
Si bien es cierto que el temor a la muerte ha sido un tema universal, pocas culturas milenarias dejaron escritos alrededor del tema. Es por ello que a los egipcios y los tibetanos se le reconoce por sus celebraciones a la muerte, ya que ellos sí dejaron testimonios los cuales se han podido conservar hasta nuestros días, y, que además, influyeron en prácticamente todas las religiones… incluida la católica.
En México, antes de la llegada de los españoles, cada grupo nativo tuvo sus calendarios festivos dedicados a celebrar la vida y la muerte; en su mayoría fueron sociedades campesinas, recolectoras y cazadoras, donde el clima, la geografía, y los astros les impusieron sus actividades y creencias. Con la Conquista, los diferentes grupos involucraron en sus panteones, por convicción o imposición, costumbres y deidades de la cultura dominante. Si los primeros no dejaron memoria de su acontecer, mucho menos lo hicieron una vez conquistados. Es aquí donde lo original, lo que sobrevivió y lo que se mezcló resulta difícil de traducir e interpretar.
La mayoría de los etnólogos, antropólogos y arqueólogos del país, apoyan la idea cardenista del origen prehispánico de las celebraciones alrededor del Día de los Muertos. Se acepta la posibilidad del sincretismo con los ritos católicos pero han posicionado el 1 y 2 de noviembre dentro del calendario ritual mexica.
Otros especialistas, como la mencionada Elsa Malvido, Carlos Navarrete (no el político perredista), Eduardo Matos y Leonardo López, consideran que dichas ceremonias son españolas, coloniales, cristianas y en algunos casos romanas paganas, las cuales fueron difundidas por frailes a los indios y mestizos. Aquí los argumentos de tal afirmación:
El calendario católico se rige por la vida y muerte de Jesucristo; a dicho calendario lo acompañan los nombre de los mártires que vivieron y murieron siguiendo su ejemplo, es decir, los santos a quienes se les asignó un día específico para recordar su sacrificio.
Cientos de mártires murieron en el anonimato durante la Edad Media, y particularmente en la persecución de Diocleciano, sin tener presencia en el santoral, es por ello que los papas y abades comenzaron a reconocerlos a partir de una celebración en su horna pero sin establecer fecha fija.
Ante tal situación la iglesia católica entre 609-610 por mandato del Papa Bonifacio IV consagró el panteón de Roma a todos los mártires y les otorgó una fecha para su veneración. El Papa Gregorio III, en el siglo IX, consagró una capilla de la basílica de san Pedro a todos los mártires disponiendo el día 1 de noviembre para su culto. Su sucesor, Gregorio IV, extendió esta festividad por toda la iglesia.
La celebración de todos los santos tal como la conocemos, fue instituida por el Papa Urbano IV en el siglo XIII. Desde entonces los católicos dedican el Día de todos los santos a aquellos santos cuyas fiestas no se celebraron y a los que no tienen un día para ser venerados.
¿En qué consistía dicha celebración? De acuerdo con Elsa Malvido, las iglesias y conventos exhibían sus reliquias y tesoros para que los creyentes les ofrendaran oraciones, las cuales servían para perdonar los pecados del orante y así evitar la entrada al infierno eterno. Posteriormente, en regiones como León, Aragón y Castilla, la conmemoración consistía en preparar dulces y panes con las imágenes de las reliquias, es decir, con los huesos de santos: cuerpos completos, rostros, diferentes extremidades. (¿les suena familiar?); de hecho, en Italia también se tiene registro de una pasta almendrada con la forma de los huesos de los santos.
Los católicos solían colocar en sus casas “la Mesa del Santo” que consistía en poner estos dulces y panes, ya benditos, acompañados con imágenes religiosas y velas. No resulta complicado pensar que estas Mesas del Santo se convirtieron posteriormente en los altares de muertos que conocemos actualmente.
La celebración de Todos los Santos llegó a la Nueva España con la Conquista, y los dulces que aludían a las piezas antes mencionadas recibieron el nombre árabe de alfeñiques que eran hechos por las monjas de Santa Clara y San Lorenzo para la gente más adinerada, mientras que los pobres compraban los dulces hechos por los indígenas, los cuales era elaborados en moldes de barro con azúcar derretida.
El día de los fieles difuntos
Después de la pandemia más devastadora que ha registrado la humanidad llamada la peste negra durante el siglo XIV en Europa, el 2 de noviembre se dedicó a los Fieles Difuntos con la finalidad de orar por los católicos que terminaron con su vida terrenal. La celebración tuvo mayor repercusión con el crecimiento de la geografía del inframundo católico, es decir, con la concepción del Purgatorio. De esta manera todos aquellos fieles que sufrieran la perdida de un ser querido, podían acudir a la iglesia para ofrecer plegarias a favor del rápido perdón de su difunto, y así evitar que vagara sin encontrar lugar de reposo.
De esta manera, el 2 de noviembre representa el momento en que las almas de los parientes muertos regresan a las casas a convivir con sus familiares vivos.
Las fiestas mexicas de la muerte
Pero ahora, ¿de dónde surge la idea de que el 1 de noviembre es para honrar a las almas de los más pequeños mientras que la del día siguiente es para los adultos muertos? La manera de celebrar a los difuntos en el México prehispánico no era una, sino varias, a lo largo de los 18 meses del año azteca, casi siempre colaterales de otras festividades. Entre ese grupo de festividades destacaban principalmente dos: Tlaxochimaco o Miccailhuitontli que significa fiesta pequeña de los muertos o fiesta de los muertos pequeños, y Xócotl Uetzi, es decir, fiesta grande de los muertos. Dichas celebraciones se realizaban en el noveno y décimo mes del calendario azteca, es por ello que quizás, de acuerdo con ciertos especialistas, los días de celebración de los difuntos se establecieron el primero y dos de noviembre.
En la concepción mesoamericana, la existencia del ser después de la muerte no dependía de la manera en que se había vivido, como en la religión cristiana, sino de las circunstancias en que se había muerto, y ésta estaba predestinada en el calendario mágico desde su nacimiento. Durante la fiesta de Tepeilhuitl se honraba a los que habían muerto en agua, o aquellos que a los que eran enterrados y no incinerados. En el mes Quecholli se celebraban a los muertos en la guerra, mientras que en el mes Izcalli se celebraba al dios del fuego Xiuhtecuhtli quien, según algunas visiones encontradas, puede representar el inicio o el final del año. En esta ceremonia se ofrecían cinco tamales y se considera que aquí se honraba a difuntos muy especiales.
Para concluir
Lo que resalta de manera clara en la celebración del día de muertos es la convivencia de dos sistemas ideológicos que, en un primer momento, pudieran considerarse irreconciliables: por una lado el europeo-hispánico y por el otro el nahua-prehispánico. El sincretismo no es sólo una forma de aculturación, es también una amalgama de sistemas simbólicos que dan paso a un nuevo sistema de códigos.
La mezcla y fusión de esas dos ideas provocan una realidad difícil de interpretar, ya que lo “original”, lo combinado, lo adaptado pertenecen a un espacio donde las raíces son complicadas de distinguir. A lo anterior habría que sumarle las voces intelectuales que le dieron una concepción prehispánica a las celebraciones de Todos los Santos y Fieles Difuntos. En ese sentido, quizá ideas tan arraigadas, como la de que nos burlamos y hasta nos comemos a la muerte, no sean precisamente muy mexicanas sino producto de una recreación sincrética donde se combinan mentalidades, tradiciones y saberes.